Ante la crisis de la unión monetaria caben al menos cuatro posturas. La primera consiste en oponerse al proyecto de integración europea; se basa en el principio de que cuanta menos Europa, mejor. Es la tesis que defienden los euroescépticos británicos y también ciertos partidos populistas que están ganando terreno electoral en muchos países. La segunda es la imagen especular de la anterior: considera que cuanto más Europa, mejor. Este es el proyecto de los europeístas de toda la vida, que creen que el actual estado de cosas es peor que una verdadera unificación fiscal y política pero mejor que la desaparición de la moneda común.
La tercera postura establece que lo mejor es el estado actual de cosas, siendo algo peor una mayor integración y lo peor de todo la ruptura de la unión monetaria; esta parece ser la opción dominante en Alemania.
La última posición, poco explorada aún en el debate europeo, propugna que lo mejor sería avanzar hacia un estadio superior de integración, pero que si este no se produce y continuamos como hasta ahora, lo razonable sería abandonar la unión monetaria. Creemos que esta es la posición que deberían defender los países que están sufriendo más con la crisis actual.
Esta cuarta postura parte del reconocimiento de que hubo un error de principio en el diseño de la unión monetaria. El sistema generó unos flujos enormes de capital desde el centro del continente hacia la periferia. A través de múltiples intermediarios, el libre movimiento de capitales hizo posible que los ahorros de los alemanes depositados en sus cajas de ahorro acabaran siendo usados para enladrillar los descampados de Seseña y para financiar otras inversiones de dudosa rentabilidad. En los países receptores de capital los precios aumentaron y se produjo una pérdida de competitividad. Cuando la crisis financiera internacional y el estallido de la burbuja provocaron que las diferencias de competitividad no fueran sostenibles, surgió un conflicto cada vez más enconado entre países acreedores (Alemania, Austria, Finlandia, Francia, Holanda) y deudores (España, Grecia, Italia, Irlanda y Portugal) sobre cómo se deberían distribuir los costes del ajuste.
Hasta que no se produzca una caída de salarios que corrija su déficit de competitividad, los países del Sur e Irlanda no podrán volver a crecer
Las opciones para superar las dificultades manteniendo el sistema actual no son demasiado halagüeñas, por decirlo suavemente. El Banco Central Europeo (BCE), interpretando la crisis como un mero problema de deuda pública, ha tomado partido por los países acreedores. Según el BCE, la única corrección necesaria consiste en una devaluación interna en los países deudores, condenados a asumir el coste del ajuste. Hasta que no se produzca una caída de salarios que corrija su déficit de competitividad, los países del Sur e Irlanda no podrán volver a crecer. El ministro Guindos ve “rayos de esperanza” porque el aumento del desempleo y las malas perspectivas están tirando de los salarios hacia abajo, lo que reduce nuestro déficit de competitividad. Pero el problema está en que esta corrección se hace a un ritmo dolorosamente lento. Incluso deprimiendo la economía hasta niveles desconocidos, recuperar la competitividad perdida mediante esta estrategia durará más de una década, un plazo que ninguna sociedad democrática se puede permitir. Es precisamente el creciente convencimiento por parte de los mercados de que esta estrategia no es sostenible políticamente lo que está acelerando los acontecimientos de estas últimas semanas. Según el mercado de apuestas de intrade, la probabilidad de que algún país abandone la unión monetaria en los próximos veinte meses es ya del 60%.
Incluso los economistas que insistieron en que bastaría con consolidación fiscal y reformas estructurales para generar confianza y crecimiento, parecen haberse convencido de que una estrategia solo basada en ajustes en la periferia es insuficiente. Aunque tarde, está surgiendo un nuevo consenso, según el cual, en el corto plazo, habría que aprobar medidas como restructuraciones de la deuda, redefinición del papel del BCE y creación de eurobonos que financien las deudas de todos los miembros de la eurozona, y, en el medio plazo, el establecimiento de una auténtica unión fiscal.
Solo el miedo a la ruptura de la eurozona puede mover a los líderes europeos hacia una mayor integración
Estas soluciones son (o lo han sido hasta ahora) anatemas para el establishment europeo, pues atentan frontalmente contra las garantías que exigió Alemania cuando se creó el euro y exigirían además un cambio constitucional profundo en la UE. Pero si no se dan pasos en esta dirección, creemos que debería reconocerse con honestidad que la empresa colectiva de la unificación monetaria no ha funcionado y que es mejor desmantelarla, o al menos organizar una salida ordenada de aquellos países que hoy ven su futuro estrangulado. Al fin y al cabo, la historia muestra que una devaluación como la que provocaría el abandono del euro es la forma más rápida y eficaz de cerrar el déficit de competitividad.
Si el sistema no cambia rápidamente, la permanencia en el euro parece demasiado costosa. Cuatro años después del inicio de la crisis, resulta cada vez más difícil aceptar un estado de cosas que implica la permanente depresión de la economía y la adopción de políticas enormemente impopulares, llevadas a cabo incluso violentando principios básicos de la democracia. Los europeístas incondicionales se escandalizan ante esta propuesta y ofrecen perspectivas de pesadilla para los países que quieran abandonar el euro. Sin embargo, no está claro en estos momentos si los costes de salir del euro son mayores o no que el coste económico y político de permanecer en un sistema monetario defectuoso.
Curiosamente, la postura que defendemos (salir del euro si no se produce un cambio profundo de las reglas de juego) puede hacer más por la supervivencia de la unión monetaria que el europeísmo incondicional de las élites políticas del sur de Europa. Por muchos artículos de periódico que se publiquen sobre los eurobonos, estos no se harán realidad si los gobiernos periféricos no suman fuerzas y plantean abiertamente que en ausencia de un cambio profundo de las reglas de juego es mejor abandonar la moneda única. La experiencia reciente indica que lo único que puede mover a los líderes europeos en esa dirección es el miedo a la ruptura de la eurozona.
José Fernández-Albertos es investigador en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC e Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología.
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